Abrió las
puertas de su armario y se detuvo pensativa. Recorrer con la vista su
contenido no le llevó mucho tiempo. Nunca le gustó tener mucha
ropa. Le parecía un esnobismo innecesario y además siempre
establecía un vínculo emocional con cada prenda y no disponía de
un corazón tan grande como para albergar más amores y tener que
pasar por el duelo de tirar piezas aunque ya estuvieran inservibles.
Necesitaba
algo cómodo que le diera libertad de movimientos y lo
suficientemente resistente como para no rasgarse en la primera caída.
No buscaba colores chillones, cuanto más se mimetizara con el
paisaje, mejor le iría en la batalla.
Sus manos iban
hacía unos cómodos vaqueros cuando se lo pensó mejor. Si el
monstruo venía disfrazado de hombre, nunca estaría de más jugar su
baza más sexy. Tenía que echar mano de todos los recursos posibles,
la batalla se aventuraba dura y larga. Cogió unos shorts que aunque
vaqueros, se le ajustaban como un guante resaltando su trasero y
dejando ver las piernas que todavía conservaban un buen torneado. Si
el monstruo venía disfrazado de mujer, se ganaría algunas
cicatrices que se confundirían entre las muchas que poseía. Era la
elección perfecta.
El resto del
atuendo vino solo, una camiseta blanca de tirantes muy ajustada, unos
calcetines cortos y de un blanco inmaculado (pocos saben lo
fantásticamente bien que vienen para hacer un torniquete) y sus
deportivas igualmente blancas. Habría sangre que mancharía toda la
ropa pero no le importaba. La sensación de acudir limpia a la
batalla era su carta comodín de todas las batallas ya vividas. El
monstruo acudiría con el corazón sucio y ella libre e impoluta por
dentro y por fuera.
Hizo como pudo
una trenza pegada al cabeza pues no quería darle ninguna idea al
enemigo. Si la vencía que no fuera por un descuido tan de
principiante como dejar un cabo colgando para que el monstruo se
agarrara a él y diera al traste con todo el esfuerzo empleado.
Abre la
vitrina y cierra los ojos, dando las gracias por lo que tiene, en un
ritual tan viejo y gastado que no es capaz de saber en que momento
exacto de su vida inició esté mantra. Con las dos manos retira con
cuidado la espada con su funda y la pega a su cintura sintiendo,
oliendo y sufriendo batallas tan antiguas como antiguo es el mundo.
Esta hecha de plata arrancada gota a gota de su corazón con cuidado
de dejar que se recupere antes de arrancarle otra gota. Al principio
fue impaciente con su espada y se apoderaba de todas las gotas que
podía hasta que su corazón dejó de producirlas un tiempo. Le había
arrancado un trozo que nunca más volvería a crecer. Tuvo que
aprender a vivir sin ese trozo de corazón pero también fue mucho
más cuidadosa con los tiempos de crecimiento. Con yunque y martillo
forjó, dejándose las manos en ello, la espada más ligera,
resistente y afilada que nadie haya conocido. En el puño había
grabada una S de superviviente rodeada de dos E, la inicial de su
nombre. Una de cara, mostrando su ser conocido, la parte más amable
y cercana. La otra de cruz, recordándole su otro yo, aquél que se
enfrenta a batallas a vida o muerte ocultas a los demás. Es el único
secreto en su vida y del hecho de que siga siendo así, depende su
futuro.
Retira la
cortina y respira el aire fresco del amanecer. El sol sale lentamente
calentando de forma tímida su cuerpo y su corazón.
Allá, por
donde sale el sol, espera su monstruo, La Distancia. Nunca la ha
visto disfrazada dos veces igual. Esa es el arma de La Distancia.
Espera que no la reconozcas y así atacar por la espalda a traición.
No sabe si
volverá viva o perderá alguna parte de si misma si vuelve. Aún
así, da un paso y avanza hacia su guerra sin mirar atrás y sin
dejar sitio a los arrepentimientos.
Hoy toca
luchar.